Inéditos, Literatura

inéditos: carlos saravia

Luces que parpadean. Blancas o amarillas. Escondidas en la madrugada o como un respiro de serenidad cuando baja el sol. Luces que traen recuerdos, que encandilan o solo aparecen lo suficiente para dejar una sombra en el suelo. El relato de Carlos Saravia apela a los detalles y la cotidianidad de un viaje de micro. Descripciones intimas y observaciones que parecieran siempre estar bajo el alero de una luz que se hace presente.


Sombras de mi sombra

Solracto

Todos los lunes tengo que salir a las seis y media de la mañana para ir a trabajar. Como es invierno a esa hora todavía no sale el sol y hace mucho frío, pero aun así me gusta esta época del año, precisamente porque es más oscura. Como a las seis de la tarde ya está oscurito y se encienden los faroles de las plazas o de los bandejones, cosa que me gusta mucho.

Bueno, lunes a las seis y media de la mañana. Voy a tomar la micro. Hace poco el paradero tiene una luz media amarillenta; antes no tenía luz y me agradaba más. A esa hora de la mañana cualquier luz me molesta o me parece fea. Me subo a la micro deseando que las luces interiores no estén prendidas porque, anticipo, me reventarán los ojos. Me llevo una gran decepción al subirme y ver los focos de luz blanca que invaden todo y hace que se me haga imposible ir durmiendo. Hago el intento de sentarme al rincón de la micro, al final, al último asiento para ir mirando el oscuro amanecer por la ventana.

La invasiva iluminación de la micro y un bebé que lloraba, estruendosamente, asientos más adelante me hacen recordar mi niñez. Viví en una toma hasta los 5 años, más o menos, y recuerdo pocos momentos de aquel entonces. Uno de ellos era la hora de la cena, ambientada con una luz amarilla que teñía de un cálido color la pequeña pieza de tres por dos metros en que vivíamos. También recuerdo un par de noches azules, oscuras y muy frías en las que ver y oír a las siluetas de mis padres discutiendo, esto me provoca un pequeño dolor de estómago. A pesar de las incómodas vivencias, estos momentos son agradables de recordar porque no tengo más. Las noches azules o amarillas son todo lo que tengo de esa época de mi vida y me traen alegría y nostalgia recordarlas.

La micro, para variar, va súper lenta. Qué bueno que no voy atrasado. Un señor, parecido a mi papá que es electricista, se sienta a mi lado cargando una gran mochila, imagino que con herramientas para el trabajo. Dicho señor, me hace pensar en mi actual hogar, la casa en que vivo hace como veinte años, mi segunda casa. La primera no es ni la sombra de la segunda. En esta última han puesto varias ampolletas: hemos tenido la odiosa luz amarillenta y la luz blanca insípida de los focos LED. En las oficinas donde trabajo también usan focos LED. Siempre la misma luz excesiva; ninguna sombra, a toda hora trabajo agotador. Cuando vuelvo a casa, siempre están todas las luces encendidas, eso creo que es manía de mi papá o de mi mamá, no sé, pero a mí me gusta más lo oscurito. En las mañanas veraniegas suelo levantarme y dejar las cortinas cerradas mientras tomo desayuno. A veces, he sido descubierto por mi madre, quien ha reclamado:

—Pero abre las cortinas hombre que no se ve nada.

Nunca he respondido. Por la ventana de la micro veo, de a poco, cómo empieza a aclararse el cielo. Empiezo a extrañar la oscuridad. Escucho a una señora retando a su hija escolar asientos más atrás.

—Tení que portarte bien cabra weona, no te pueden estar llamando el apoderado. No veí que por tener que ir a tu cagá de colegio llego tarde al trabajo y me descuentan plata que después nos falta pa’ la comía.

La niña solloza. Escucharlas me hace pensar en que las conversaciones más serias y conmovedoras con mi familia fueron al anochecer: entraba poca luz por la ventana, iluminando solo parte quien me hablaba y en el resto de la habitación se apreciaba la completa ausencia de luz. Yo siempre en la posición de hijo llorón. De todas formas, fueron conversaciones bien iluminadoras, potenciadas por un bello ambiente sombrío.

El señor sentado junto a mí en la micro saca un 1+1, se lo come con una cucharita de té que seguramente trajo desde su hogar. La cucharita está reluciente igual que el servicio de mi casa: ¡brillante! A mi padre no sé por qué le molestaba ver el servicio manchado. Era raro de su parte porque él mismo lo ensuciaba y a veces ni sus propias manos estaban muy limpias al sentarse a comer. A mí nunca me molestó ver una taza manchada o una cuchara opaca. Cuando él trabajaba en la casa para ampliarla, sus manos quedaban partidas por la mezcla de cemento que preparaba. Mis manos están menos partidas que las de mi papá a pesar de que no me las cuido, aunque tampoco están en un perfecto estado. No sé si algún día nuestras manos serán iguales. Ahora en la micro miro las manos de la gente que sube, nadie las tiene muy bien cuidadas, como de comercial. Supongo que si tenemos que tomar micro para ir al trabajo es porque, seguramente, no tenemos el dinero suficiente para conservar nuestras manos en perfecto estado.

Por la ventana puedo ver que el día ya está completamente claro. La micro pasa frente a un mural pintado por barristas de un equipo de fútbol: Colo Colo. Esto trae a mi mente la imagen de los fuegos artificiales que la gente tira en estadios para los partidos, los que lanzan la noche de año nuevo en la torre Entel y los que tiran en mi barrio cuando llega la merca. Prefiero mil veces los de la torre; son más lindos. Los colores se aprecian mucho mejor en la oscuridad de la noche que en el día.

Me gusta harto el año nuevo porque es una celebración a medianoche. Siempre me ha parecido mejor compartir con amigos de noche. El momento más feliz de una fiesta es con las luces apagadas. Recién ahí es cuando las personas se relajan más y se muestran genuinas. Lo mismo en la micro, cuando va más oscura, la gente se ve más alegre, aparecen cervezas, cigarros y se arma la fiesta. Pero mi viaje al trabajo dista mucho de un viaje enfiestado. El microbús sigue avanzando y hay un desvío por manifestaciones o por algún accidente, no sé. Esto me lleva a recordar los once de septiembre cuando hacían barricadas en las calles y se cortaba la luz en la casa. Mi papá solía salir temprano a comprar velas, luego cuando se cortaba la luz, las sacábamos, las prendíamos y jugábamos a hacer sombras con las manitos. ¡Qué fácil ser feliz de niño!

Ahora, por el desvío, la micro avanza aún más lento y no conozco estas calles por las que transita. De pronto me percato de que en el espaldar del asiento de adelante hay un grafiti o un rayado con plumón que dice «EL TIEMPO LO OSCURECE TODO» y me hace reflexionar. Me pregunto si eso es bueno o malo. No llego a conclusión alguna.

La micro ya retomó el camino normal y vibra mi teléfono. Veo el mensaje, es de mi pareja. «Tenemos que hablar». Me molestan esos mensajes porque me dejan muy intrigado, además comienzo a imaginar terribles posibles situaciones. Aflora toda mi inseguridad y pienso que quizás no me quiere ver más y cosas por el estilo. Las veces que he terminado relaciones amorosas he llorado harto y es curioso porque en general me cuesta un montón llorar. Al final termina siendo bueno mi lloriqueo en esas situaciones, me desahoga y me relaja. Bueno si mi pareja no quiere verme más al menos lloraré un poquito, pero no quiero llorar en una micro de nuevo. Decido responder de inmediato y le escribo: «Qué pasó?». Su respuesta llega más rápido que nunca y dice: «Tendremos un hijo!», quedo sin aire por un momento, me mareo y me paro lo más rápido que puedo pidiendo permiso al señor que está al lado mío.

—Permiso papito.

No responde, lleva unos audífonos gigantes sobre las orejas, así que paso como puedo no más. Lo golpeo sin querer con mi mochila, él me mira de forma amenazadora y me dice:

—Ten cuidao po aweonao.

Esa frase me recuerda a mi padre, otra vez, no puedo devolver la mirada, pero susurro:

—Perdona, Viejo.

Toco el timbre, en cuanto para la micro me bajo, siento una brisa super helada en mi cara, el mareo se hace más intenso, corro al basurero del paradero y vomito, vomito mucho. Cuando termino de vomitar y levanto mi cara del basurero. Tomo mucho aire. ¡Qué lindo! Ahora alguien admirará y recordará mi sombra y la de mi pareja.


Carlos Saravia Aguayo (Santiago, 1994). Estudió literatura creativa.