Inéditos, Literatura

inéditos: pamela alarcón

Recuerdos, espacios familiares, palabras que ahogan y se empeñan por salir. «Caja de Chocolates», cuento inédito de Pamela Alarcón, nos trae un relato lleno de nostalgia y dolor. Como una carta abierta al tiempo, y a esa herida que se empeña en mantenerse abierta.


CAJA DE CHOCOLATES

Madre, me desperté y ya no estabas. Supuse que ya te habías ido y que estarías camino a la casa de la Tita. Ojala hayas llevado la  caja de chocolates con una pequeña abolladura en la tapa que dejé en la mesa, esa de lata que siempre te escondía y te empeñaste por encontrar. Tómala.

Me gustaría estar con todos por allá, con ella. Me hace falta, especialmente ella. Tanto tiempo enferma ya me dejó las piernas sin músculos fuertes para sostener mi propio cuerpo. Es lo peor que le puede pasar a una persona, ¿no?.  Que tu cuerpo no te responda.  Al final, es lo único que tenemos. Eso me lo dijo una vez la Tita, en ese viaje que hicimos todos juntos al río. ¿Te acuerdas? Fue toda la familia y otras personas que no eran familia también, pero que ese día sí lo fueron. Por primera vez sentí que fui parte de algo.

Nunca pude olvidar ese día. Todos estaban felices. Era felicidad genuina, casi palpable. Todo lo que hicimos ahí fue perfecto: Escoger el lugar bajo los árboles junto al río para hacer una fogata y prender la parrilla para el asado, meter los pies en el agua con ansiedad para hacer una competencia de nado contra la corriente, acomodar la mesas y sillas como un comercial de la televisión de los noventas, hacer un almuerzo contundente para luego dormir una siesta o hacer la sobremesa con un poco de mate. Sin ruido urbano, solo los árboles armonizando canciones con el viento.

Tú te sentaste al lado de mi abuela, bueno en realidad casi ni te quedaste sentada, solo querías servir la comida a cada uno de los presentes, a revisar lo que quedaba de comida en la olla, a quitar la tetera del fuego y evitar que el agua se evaporara, a vigilar a los niños en el agua, cualquier cosa menos sentarte por más de cinco minutos seguidos.

Pero la Tita se sentó a mi lado. Casi en todo momento. No sé si con intención o de casualidad. Pero fue nuestro pequeño espacio invisible a vista de todos. De vez en cuando nos mirábamos o rozamos nuestros dedos sin querer al cortar un trozo de carne. No dijimos ninguna palabra. Me ahoga. Vete. No eres de acá. Ya no. De alguna forma yo sabía lo que iba a suceder después, pero no significaba que iba a doler menos. Ahora cuando recuerdo ese día lo hago con alegría, sin embargo, es opacada por la melancolía de la pérdida.

Fue el último día de muchas cosas. Tú dejaste de hablar con mi tía, mi madrina no te habló mas, mi tío murió poco después, mi primo y sus hijos se fueron al norte y la Tita… nunca más volví a hablar con ella. Pasamos de un día en colores cálidos como ese día de verano a los de una noche oscura ignorada por la luz de la luna. Esa que ya no me guía. La casa está oscura, apenas veo las siluetas de los muebles. Vete.

No lo veo, pero sé que en el segundo cajón se encuentran los brazaletes que compartimos con la Tita. Me los devolvió ese día bajo un sauce cuando el sonido del vuelo de las hojas y la carrera del río podían nublar nuestras palabras. La indecisión había borrado lo que pudo ser. El tiempo sana, el tiempo cicatriza, el tiempo olvida… Nunca supe con quién se fue, pero una vez vi una silueta a la Tita en un sueño. Creo que fue un sueño. No sé. No fui a su matrimonio. No recuerdo por qué. Nunca me lo dijiste, madre. Han pasado años. Mi madrina, su madre, dejó de hablarte, nunca te dio razones, pero creo que fue por eso. Quizás la Tita pidió cerrar puertas y ventanas que pudieran entrar a habitaciones con mi nombre.

Te mentí acerca de no volver a hablar con la Tita. La llamé varias veces, incluso tuve miedo de nunca más escuchar su voz hasta que en la mitad de abril me contestó. Apenas sentí el ruido ambiente desde el otro lado del auricular quise retractarme y mantener las cosas cómo estaban. Déjala ir.  Percibía algo de dolor en su voz, o distancias sin cerrar.

—Diana… quiero que estés bien, que ese día sea lo que quede de nosotras —dijo casi en un susurro por el teléfono —no me quiero sentir culpable por mi decisión… no sabíamos lo que te iba a pasar, son cosas distintas… debes soltar… suelta…

Últimamente mi memoria es como una mariposa. Tan joven, tan distraída. Siempre había sido de pensamientos aleatorios, pero entre cada salto puedo sentirte como un sonido remoto, soltaste, aprendiste. Yo no sé si pueda. Indecisa. Ella es feliz.

Ay, madre, no dejaste prendida la estufa. Las mañanas ya se sienten frías. La casa está fría. Ya no estás, te fuiste. Ha pasado mucho tiempo desde tu viaje. Lo sé. Sé que nunca más volveré a verla, ni escucharé su voz ronca de tabaco. Es hora de partir. Hace años que ya no estás. Sé que ante los ecos lejanos, voces desconocidas o nuevas, no sé si futuras o de tiempos pasados me anuncian bajo la niebla que difumina la luz etérea de mi habitación que esa caja ya fue abierta. Me voy, debo irme.


Pamela Alarcón Toloza (Santiago, 1997). Médica cirujana y apasionada por la escritura en sus distintas formas. Ha publicado cuentos en revistas digitales y fue una de las ganadoras del proyecto de Metro 21 «Confluencias» con su relato «El camino del agua». Por ahora busca unir palabras hasta que esté conforme.